En Rómulo el Grande, la tragedia
grotesca que escribió
Friedrich Dürrenmatt a mediados
del siglo pasado, se
hace un lúcido y mordaz análisis
sobre la cada día más
clamorosa discrepancia entre
la razón técnica y la razón
moral, en un mundo donde
la libertad y la responsabilidad
van desdibujándose
hasta extremos inimaginables.
Una obra clásica de
rabiosa actualidad. Porque el
clima de malestar que se vive
en muchas aulas, sobre todo
de Secundaria, y que se proyecta
en la sociedad, tiene
que ver con diversas concepciones
en crisis sobre el valor
y el uso individual y colectivo
de la libertad, la responsabilidad
y la autoridad.
A riesgo de simplificar, en
aras de la clarificación didáctica,
presentamos dos modelos.
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El primero trata de magnificar
los episodios de
violencia escolar y malestar
docente. Su receta es simple
y conocida, al aplicarse sin
complejos en otros tiempos y
contextos autoritarios: mano
dura sin vacilaciones.
Intensificación de las expulsiones
y todo tipo de sanciones
en los centros, siempre
en clave jerárquica, sin que
medie el diálogo, la negociación
u otras prácticas democráticas
entre el profesorado
y el alumnado. Evaluación
para la exclusión. Más dureza
penal para los delitos cometidos
por menores: lo punitivo
deja en segundo plano la
prevención y la reinserción
social. Presencia policíaca
dentro del recinto escolar y
refuerzo de los controles de
seguridad en cualquier ámbito
cotidiano, incluido el virtual.
La libertad queda diluida
y sujeta a la seguridad y el
control. Se impone un modelo
de ciudadanía individualista
y sumisa, auspiciado por
las políticas conservadoras y
neoliberales: un maridaje
perfecto para engordar el
Estado policial y adelgazar el
Estado social.
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El segundo modelo propone,
sobre todo, afrontar los conflictos
mediante la prevención
y una intervención educativa
más global y adaptada
a los diversos contextos. Se
evalúa para conocer. Se abordan
los pequeños problemas
para evitar que se hagan
mayores y desborden. La
autoridad se fragua en la
cantidad y calidad de relación
educativa que se establece
dentro y fuera de la
institución. Y, por tanto, en la
corresponsabilidad de los
diversos agentes de la comunidad
escolar. El compromiso
individual se funde con el
colectivo, mediante la asunción
de tareas, responsabilidades
y contratos dentro del
grupo-clase, para garantizar
el necesario clima de convivencia
en un proceso de
enseñanza y aprendizaje que,
a diferencia del modelo
escolar, además de ser riguroso,
tenga sentido para el
alumnado. La autoridad y la
libertad van emparejadas y
se enriquecen con la participación
democrática. La sanción,
entonces, aparece
como una necesidad colectiva
para proteger los avances
y potencialidades de la
comunidad. Por eso la responsabilidad
se asienta en el
respeto, el protagonismo de
la infancia y la adolescencia y
la solidaridad.
Es evidente, no obstante,
que este modelo tiene carencias
e imperfecciones.
Porque, a menudo, las
Administraciones educativas
y las vanguardias políticas,
pedagógicas y sindicales que
lo avalan, subestiman la
importancia de la conflictividad
escolar. Porque afinan
poco en los diagnósticos de
los cambios acaecidos en las
nuevas generaciones de
escolares. Porque existe bastante
confusión acerca del
sentido actual de los conceptos
de libertad y autoridad.
Porque se mueven en el
terreno de las buenas intenciones
genéricas –con cierta
impronta idealista– sin aterrizar
en propuestas concretas
e imaginativas. Porque no
reflexionan e integran suficientemente
las prácticas
más innovadoras que se dan
dentro y fuera del sistema
escolar reglado. O porque no
logran que se conjuren otros
agentes potencialmente educativos:
para inundar la
pequeña pantalla con otros
valores y las ciudades con
servicios sanitarios y sociales
de prevención, con espacios
de ocio más libres y humanizados
y con políticas públicas
eficaces de igualdad e inclusión
social.
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