Carta
a la Madre de un Toxicómano
Antonio Escohotado
No hay drogas buenas y malas, sino usos sensatos o
insensatos de las mismas, según el autor, para el que en torno a este
interesante equívoco se ha montado un negocio del que se benefician
quienes defienden, tratan o reprimen un mal inventado por la prohibición,
que florece con el mercado negro y la ilegalización.
Muy señora mía: comprendo y comparto sinceramente el sentimiento de
impotencia que le impulsa a formar grupos de protesta y manifestarse por
las calles pidiendo soluciones para un asunto que empeora cada día. Por
eso mismo le propongo detenerse un momento a reflexionar, ya que no
conocemos una cosa simplemente por padecerla en nuestra carne, sino
cuando llegamos a entender de dónde nace.
A usted, la propaganda oficial le ha dicho que hay, por una parte, La
Droga y por otra parte las medicinas de la farmacia, y por otra los
productos vendidos en las tiendas de alimentación y los estancos. Unos
llevan a la muerte, otros a la vida y los terceros son cosa distinta.
Me atrevo a sugerirle que ideas de este tipo sólo empiezan a parecer
reales cuando decidimos creer en ellas. La heroína, que
simboliza hoy el Mal, nos sirve de perfecto ejemplo. Es un opiáceo, y
el opio fue usado como bendición de Dios por todos los médicos desde
hace 4.000 años hasta hace unos pocos.
Sus derivados son, desde luego, drogas de delicado manejo. Fíjese, con
todo, que mientras fueron legales no produjeron un sólo caso de
sobredosis accidental, mientras ahora matan involuntariamente a cientos
de jóvenes cada año; y fíjese también en que mientras fueron cosas
decentes, puras y baratas sus consumidores eran gente mayor. Lanzada por
la casa Bayer al mismo tiempo que la aspirina, su otro gran
descubrimiento, la heroína se recomendaba hasta para calmar los nervios
y la tos de los niños pequeños.
Querría hacerle ver, señora, que si esa sustancia resulta hoy diabólica
es porque algunos venden lucrativamente infiernos a los demás, pero
también porque en alguna medida la declaramos diabólica nosotros
mismos, que no sabemos vivir sin un Satanás u otro y lo encontramos en
terrenos tan neutros como la química. La tragedia ocurre cuando alguno
de nuestros hijos —en la edad más difícil, cuando su carácter aún
no se ha formado— deciden creer la fantasías de sus padres.
¿Por qué se la creen? Observe que no sólo tiene la fascinación de lo
prohibido, sino una triste aunque innegable ventaja. Obtener el estatuto
de endemoniados (colgados) les libera de ese aprender a sacrificarse y
acumular para otros que marca el comienzo de la madurez, les libera de
asumir responsabilidades por los actos propios. Sin darnos cuenta, al
aceptar que existiera una sustancia capaz de anular diabólicamente la
buena voluntad ofrecimos a nuestros hijos una coartada y un papel.
Coartada para la falta de virtud y papel para la falta de paradero.
Hay algo que usted sabe y parece estar olvidando constantemente. A su
hijo le cuesta 20.000 pesetas el gramo de unos polvos que —según
declaraciones oficiales— tienen el 5% de lo que pretenden, cuando
mucho el 10%. ¿Podría padecer un marido o un hijo alcohólico si —por
razones de precio y pureza— sólo lograra beber al día de anís o coñac
lo que cabe en un dedal de costura? Cuando le dijera que necesitaba el
dinero de la compra o el del alquiler para conseguir su dedal de licor
de cada día ¿qué le respondería? Y cuando le viera morir por beberse
un centilitro de eso, ¿le echaría usted la culpa al anís o al coñác
en general?
Dentro de su penosa situación, señora, le sirve de consuelo pensar que
la heroína es algún tipo de cuerpo maléfico que basta mirar para
quedar enganchado irresistiblemente. Su hijo, un pobre incauto, quiso
probar nada más y desde ese preciso instante se convirtió en víctima
justificada para robar o hasta matar, y desde luego para declararse parásito
perpetuo.
Pero la heroína, que sienta casi siempre muy mal las primeras veces, no
empieza a adiccionar antes de pasar dos semanas usando un cuarto de
gramo diario (si lo duda usted, pregunte a un médico competente). E
incluso entonces, la reacción de abstinencia no resulta más incómoda
que una suave gripe durante un par de días. Para adiccionarse realmente
se necesitan al menos dos meses de uso cotidiano. Por otra parte, lo más
probable es que su hijo no conozca realmente la heroína, sino una forma
tosca y rebajada de morfina, rebajada tan brutalmente que para poder
depender a nivel físico de ella necesitaría casi cuatro gramos diarios,
y usted sabe que no toma más de un cuarto, cuando llega a tanto; y yo
le añado que si tomase la cantidad requerida para convertirse en un
verdadero adicto moriría de inmediato por efecto del sucedáneo.
Extraiga usted misma las consecuencias. El esfuerzo de las autoridades
por crear algo diabólico ha desembocado en la aparición de un ejército
dirigido por asesinos, aunque reclutado entre farsantes e ilusos, que, a
cambio del estigma y el envenenamiento con matarratas y maizena compran
irresponsabilidad. El sistema vigente impone lo uno y vende lo otro.
Mientras las fuerzas del orden se desmoralizan, y mientras el estado de
cosas enriquece a un grupo creciente de personas que viven muy bien de
defender, tratar o reprimir un mal inventado por la prohibición, usted,
yo y los demás cabezas de familia somos el público que paga.
¿Qué hacer?. Como los Estados prefieren seguir mintiendo, sólo nos
queda defender la verdad en este asunto, tan recubierta de ignorancia e
interesados mitos. La verdad, señora, es que no hay drogas buenas y
malas, sino usos sensatos e insensatos de las mismas (como pasa con las
armas de fuego, la energía nuclear y tantas otras cosas), que el uso
sensato es infinitamente más probable cuando no hay mercado negro y que
la ilegalización estimula toda suerte de abusos. La verdad es que no
depende tanto de la (supuesta) heroína como de las condiciones
impuestas a su consumo el que sea un vicio pagado con una abyecta vida y
una abyecta muerte. La verdad es que había mil veces menos
adictos-delincuentes cuando los médicos podían recetar opiáceos. La
verdad es que curar la heroinomanía con metadona es como curar al alcohólico
de whisky con ginebra y mucha hipocresía. La verdad es que el remedio
puesto en práctica está agravando la enfermedad con ofertas de nuevos
planes que son caricaturas del más fracasado y viejo, pues la receta de
aumentar los castigos —incluso aplicando el de muerte— sólo logra
encarecer aún más el producto, aumentando el negocio y consiguiendo
que sea vendido por menores de edad, únicos irresponsables a nivel
penal.
Coartada
Fíjese que tampoco sirve proponer subvenciones y empleos a las personas
por el mero hecho de declararse heroinómanos. Estas medidas estimularían
inmediatamente a muchos pobres, parados e infelices a poner los medios
para declararse tales, multiplicando la cantidad de personas acogidas a
la coartada y el papel de irresponsables víctimas. A usted y a mí nos
queda el consuelo de pensar que el asunto es planetario. Pero el mal de
muchos no dejará de ser consuelo para tontos. Nuestros protectores
corrompen la sociedad en nombre de la salud pública, permitiendo que se
venda basura a precios astronómicos, creando cofradías draculinas que
dan de comer a mangantes y criminales y fundando una casta a quien la
policía protege bajo la categoría de confidentes, aunque en privado
les llame gusanos, por aquello de hacer posible una pesca. Es esa
canalla quien controla hoy el mercado de todas las drogas ilegales.
Ya verá usted cómo en las próximas elecciones todos los partidos le
piden el voto con grandes promesas, después de apoyar hace poco en las
cortes aquello que hace crónico el actual estado de cosas. Quizás le
he dicho cosas que preferiría no saber, que apartaría como fuere de su
mente. Pero me pregunto si quienes le dicen lo que querría oír no serán
quienes defienden la auténtica causa de sus desdichas.
Antonio
Escohotado
El País, 23 de mayo de 1988, pág. 32
http://www.escohotado.org
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