Este mito afirma que la función del intelectual no es ni puede ser otra que
la de buscar, difundir y defender la verdad. Y la verdad es revolucionaria, luego el intelectual (conciencia
moral, motor de cambio, voz de la facción más avanzada y progresista de
la sociedad), si no es un impostor, está, por definición, al servicio de
la revolución. Denunciar las mentiras y las manipulaciones del poder es
su irrenunciable misión. Pero el intelectual es un privilegiado y, a
menudo, luchar contra los poderes establecidos significa luchar contra los
propios privilegios, en un momento en que la dominación se ejerce desde
el discurso tanto como desde las armas.
Cualquiera que haya asistido a congresos en el campo de las humanidades habrá
comprobado que las comunicaciones y las conferencias muy a menudo rayan en
lo absurdo y a menudo se enquistan en estériles debates. Sus textos,
generalmente muy oscuros y difíciles de interpretar, no esconden alta
cultura, sino la vacuidad más absoluta. Del lenguaje oscuro a la
charlatanería arbitraria, en la obra de muy reputados intelectuales y críticos
se puede acumular infinidad de sinsentidos que no les han impedido, más
bien al contrario, alcanzar altos puestos y cargos opíparos. Estos popes
del pensamiento generan escuelas de pensamiento compuestas por discípulos
histéricos que guardan muchas similitudes con algunas sectas, de manera
que, con la complicidad de estos "pensadores", el poder modela
el imaginario colectivo a su imagen y semejanza, e inunda las mentes de
consignas explícitas e implícitas, de promesas que no cumple y presuntas
amenazas de enemigos construidos a la medida de sus intereses.
Un ejemplo real: érase una vez una ONG progresista en defensa de la paz que
estaba, muy de moda. La ONG denunciaba todo tipo de injusticias, y contaba
en su "comité de honor" con intelectuales de prestigio que se
habían comprometido a difundir y defender la causa. La ONG decidió, en
votación asamblearia, que determinado proyecto de ley iba en contra del
ideario de justicia social que la ONG propugnaba. Y ¡oh sorpresa!, la
mitad de los miembros del comité de honor se dio de baja, pues el grupo
mediático en el que publicaban era afín al partido que hacía campaña en favor de la susodicha ley, que beneficiaba económicamente al
grupo mediático. En la llamada a rebato del grupo, también llamada
manifiesto, se mezcló, como en botica, de todo. Firmaron los personajes más
diversos: vetustos cantautores, hoy metidos en el lucrativo negocio de las
productoras musicales; "escritores"-gerentes de revistas
literarias de oscura financiación; novelistas latinoamericanos que
encontraban consuelo a su propio desarraigo en los selectos salones
europeos; algún vapuleado sindicalista de reconocido desprestigio;
amantes y primas de los anteriores... Todos tenían en común el hecho de
percibir o haber percibido, en concepto de premio institucional, regalía
o subvención, apoyo económico por parte del grupo mediático, del
partido o de ambos. Moraleja: hagamos caso a Carlo Frabetti cuando dice
que "el intelectual rumiante (que come y regurgita papel impreso) es
una especie domesticada que sólo vive en las granjas, los zoos y los,
circos del poder".
Lucía Etxebarria
La
Vanguardia, 29 de mayo de 2005
|